Yacida estoy en el húmedo barro, rodeada de mugrientos cuerpos sin vida. El frío traspasa todo mi pequeño cuerpo de metal entumecido y agotando todas mis fuerzas. Ahora sólo me queda agonizar en los últimos momentos de mi vida. Mi dueño se encuentra tendido a un metro de mí onmóvil como una agrietada piedra. Dicté su sentencia en el momento en que la espada de su adversario, brillante, pulida y mucho más joven que yo, me destrozó con un golpe limpio y preciso. Algáun día tenía que llegar, sinuosamente como los primeros copos del invierno, así que no temo a la muerte.
Intento evadirme de los segundos que corren en mi contra recordando algunos de los momentos que antaño me convirtieron en un ser feliz. Todavía recuerdo con claridad el aire fresco que corría el día que, por primera vez, entré en batalla. Es evidente que sintiera hervir mi sangre, que la adrenalina se apoderara de mi cuerpo y que en cada estocada que me hacían dar saliera mi emoción con hervor, con fiereza. Si, aquellos años, lejanos ya, son mi más preciado tesoro, ya que cuando todo acaba es lo único valioso que te queda grabado.
Nunca más podré notar las cuidadosas manos de mi amo limpiándome con suma delicadeza y afilándome lentamente para prepararme para la batalla. Nunca más podré defender a la gente de esta tierra que ahora parece querer hundirme en ella y así inmortalizarme en sus entrañas hasta los siglos de los siglos. En el momento que participé en la primera guerra empecé a modificar el mundo. Quité vidas, sí, soy una arma, pero también salvé y protegí muchas otras.
Mi fina hoja se resiente y me distrae de mis pensamientos. Un profundo dolor me ciega por completo. Lo último que vi fue mi masacrado aspecto en el reflejo de una armadura que había corrido la misma suerte que yo.
Y con el corazón abatido, cargado de anhelantes sueños solté mi último y solitario suspiro en un mar tenebroso y quebrantador de esperanzas.